[Vida y
cultura]
Contraponer la cultura a la vida
y reclamar para esta la plenitud de sus derechos frente a aquella no es hacer
profesión de fe anticultural. Si se interpreta así lo dicho anteriormente, se
practica una perfecta tergiversación. Quedan intactos los valores de cultura;
únicamente se niega su exclusivismo. Durante siglos se viene hablando
exclusivamente de la necesidad que la vida tiene de la cultura. Sin desvirtuar
lo más mínimo esta necesidad, se sostiene aquí que la cultura no necesita menos
de la vida. Ambos poderes –el inmanente de lo biológico y el trascendente de la
cultura– quedan de esta suerte cara a cara, con iguales títulos, sin supeditación
del uno al otro. Este trato leal de ambos permite plantear de una manera clara
el problema de sus relaciones y preparar una síntesis más franca y sólida. Por
consiguiente, lo dicho hasta aquí es solo preparación para esa síntesis en que
culturalismo y vitalismo, al fundirse, desaparecen.
Recuérdese el comienzo de este
estudio. La tradición moderna nos ofrece dos maneras opuestas de hacer frente a
la antinomia entre vida y cultura. Una de ellas, el racionalismo, para salvar
la cultura niega todo sentido a la vida. La otra, el relativismo, ensaya la
operación inversa: desvanece el valor objetivo de la cultura para dejar paso a
la vida. Ambas soluciones, que a las generaciones anteriores parecían
suficiente, no encuentran eco en nuestra sensibilidad. Una y otra viven a costa
de cegueras complementarias. Como nuestro tiempo no padece esas obnubilaciones,
como se ve con toda claridad el sentido de ambas potencias litigantes, ni se
aviene a aceptar que la verdad, que la justicia, que la belleza no existen, ni
a olvidarse de que para existir necesitan el soporte de la vitalidad. Aclaremos este punto concretándonos a la
porción mejor definible de la cultura: el conocimiento.
[El
problema del conocimiento: racionalismo o relativismo]
El conocimiento es la
adquisición de verdades, y en las verdades se nos manifiesta el universo
trascendente (transubjetivo) de la realidad. Las verdades son eternas, únicas e
invariables. ¿Cómo es posible su insaculación dentro del sujeto? La respuesta del racionalismo es taxativa:
solo es posible el conocimiento si la realidad puede penetrar en él sin la
menor deformación. El sujeto tiene, pues, que ser un medio transparente, sin
peculiaridad o color alguno, ayer igual a hoy y a mañana –por tanto, ultravital
y extrahistórico–. Vida es peculiaridad, desarrollo; en una palabra: historia.
La respuesta del relativismo no
es menos taxativa. El conocimiento es imposible; no hay una realidad
transcendente, porque todo sujeto real es un recinto peculiarmente modelado. Al
entrar en él, la realidad se deformaría y esta deformación individual sería lo que
cada ser tomase por la pretendida realidad.
Es interesante advertir cómo en
estos últimos tiempos, sin común acuerdo ni premeditación, psicología,
«biología» y teoría del conocimiento, al revisar los hechos de que ambas
actitudes partían, han tenido que rectificarlos, coincidiendo en una nueva
manera de plantear la cuestión.
El sujeto, ni es un medio
transparente, un «yo puro» idéntico e invariable, ni su recepción de la
realidad produce en estas deformaciones. Los hechos imponen una tercera
opinión, síntesis ejemplar de ambas. Cuando se interpone un cedazo o retícula
en una corriente, deja pasar unas cosas y detiene otras; se dirá que las
selecciona, pero no que las deforma. Esta es la función del sujeto, del ser
viviente ante la realidad cósmica que le circunda. Ni se deja traspasar sin más
ni más por ella, como acontecería al imaginario ente racional creado por las
definiciones racionalistas, ni finge él una realidad ilusoria. Su función es
claramente selectiva. De la infinidad de los elementos que integran la
realidad, el individuo, aparato receptor, deja pasar un cierto número de ellos,
cuya forma y contenido coinciden con las mallas de su retícula sensible. Las
demás cosas –fenómenos, hechos, verdades– quedan fuera, ignoradas, no
percibidas.
Un ejemplo elemental y puramente
fisiológico se encuentra en la visión y la audición. El aparato ocular y el
auditivo de la especie humana reciben ondas vibratorias desde cierta velocidad
mínima hasta cierta velocidad máxima. Los colores y sonidos que quedan más allá
o más acá de ambos límites le son desconocidos. Por tanto, su estructura vital
influye en la recepción de la realidad; pero esto no quiere decir que su
influencia o intervención traiga consigo una deformación. Todo un amplio
repertorio de colores y sonidos reales, perfectamente reales, llega a su
interior y sabe de ellos.
Como con los colores y sonidos
acontece con las verdades. La estructura psíquica de cada individuo viene a ser
un órgano perceptor, dotado de una forma determinada que permite la comprensión
de ciertas verdades y está condenado a inexorable ceguera para otras. Asimismo,
cada pueblo y cada época tienen su alma típica, es decir, una retícula con
mallas de amplitud y perfil definidos que le prestan rigurosa afinidad con
ciertas verdades e incorregible ineptitud para llegar a ciertas otras. Esto
significa que todas las épocas y todos los pueblos han gozado su congrua porción de verdad, y no tiene sentido
que pueblo ni época algunos pretendan oponerse a los demás, como si a ellos
solos les hubiese cabido en el reparto la verdad entera. Todos tienen su puesto
determinado en la serie histórica; ninguno puede aspirar a salirse de ella,
porque esto equivaldría a convertirse en un ente abstracto, con íntegra renuncia
a la existencia.
[La
perspectiva como modo de organización de la realidad]
Desde distintos puntos de vista,
dos hombres miran el mismo paisaje. Sin embargo, no ven lo mismo. La distinta
situación hace que el paisaje se organice ante ambos de distinta manera. Lo que
para uno ocupa el primer término y acusa con vigor todos sus detalles, para el
otro se halla en el último y queda oscuro y borroso. Además, como las cosas
puestas una detrás de otra se ocultan en todo o en parte, cada uno de ellos percibirá
porciones del paisaje que al otro no llegan. ¿Tendría sentido que cada cual declarase
falso el paisaje ajeno? Evidentemente, no; tan real es uno como el otro. Pero
tampoco tendría sentido que puestos de acuerdo, en vista de no coincidir sus
paisajes, los juzgasen ilusorios. Esto supondría que hay un tercer paisaje
auténtico, el cual no se halla sometido a las mismas condiciones que los otros
dos. Ahora bien, ese paisaje arquetipo no existe ni puede existir. La realidad
cósmica es tal, que solo puede ser vista bajo una determinada perspectiva. La perspectiva es uno de los componentes de la realidad. Lejos de
ser su deformación, es su organización. Una realidad que vista desde cualquier
punto resultase siempre idéntica es un concepto absurdo.
Lo que acontece con la visión
corpórea se completa igualmente en todo lo demás. Todo conocimiento lo es desde
un punto de vista determinado. La species
aeternitatis de Spinoza, el punto de vista ubicuo, absoluto, no existe
propiamente: es un punto de vista ficticio y abstracto. No dudamos de su
utilidad instrumental para ciertos menesteres del conocimiento; pero es preciso
no olvidar que desde él no se ve lo real. El punto de vista abstracto solo
proporciona abstracciones.
Esta manera de pensar lleva a
una reforma radical de la filosofía y, lo que importa más, de nuestra sensación
cósmica.
La individualidad de cada sujeto
real era el indominable estorbo que la tradición intelectual de los últimos
tiempos encontraba para que el conocimiento pudiese justificar su pretensión de
conseguir la verdad. Dos sujetos diferentes –se pensaba– llegarán a verdades
divergentes. Ahora vemos que la divergencia entre los mundos de dos sujetos no
implica la falsedad de uno de ellos. Al contrario, precisamente porque lo que
cada cual ve es una realidad y no una ficción, tiene que ser su aspecto
distinto del que otro percibe. Esa divergencia no es contradicción, sino
complemento. Si el Universo hubiese presentado una faz idéntica a los ojos de un
griego socrático que a los de un yanqui, deberíamos pensar que el Universo no
tiene verdadera realidad, independiente de los sujetos. Porque esa coincidencia
de aspecto ante dos hombres colocados en puntos tan diversos como son la Atenas
del siglo V y la Nueva York del XX indicaría que no se trataba de una realidad
externa a ellos, sino de una imaginación que por azar se producía idénticamente
en dos sujetos.
Cada vida es un punto de vista sobre el Universo. En rigor, lo que
ella ve no lo puede ver otra. Cada individuo –persona, pueblo, época– es un
órgano insustituible para la conquista de la verdad. He aquí cómo esta, que por
sí misma es ajena a las variaciones históricas, adquiere una dimensión vital.
Sin el desarrollo, el cambio perpetuo y la inagotable aventura que constituyen
la vida, el Universo, la omnímoda verdad, quedaría ignorada.
El error inveterado consistía en
suponer que la realidad tenía por sí misma, e independientemente del punto de
vista que sobre ella se tomara, una fisonomía propia. Pensando así, claro está,
toda visión de ella desde un punto determinado no coincidiría con ese su
aspecto absoluto, y, por tanto, sería falsa. Pero es el caso que la realidad,
como un paisaje, tiene infinitas perspectivas, todas ellas igualmente verídicas
y auténticas. La sola perspectiva falsa es esa que pretende ser la única. Dicho
de otra manera: lo falso es la utopía, la verdad no localizada, vista desde
«lugar ninguno». El utopista –y esto ha sido en esencia el racionalismo– es el
que más yerra, porque es el hombre que no se conserva fiel a su punto de vista,
que deserta de su puesto.
Hasta ahora, la filosofía ha
sido siempre utópica. Por eso pretendía cada sistema valer para todos los
tiempos y para todos los hombres. Exenta de la dimensión vital, histórica,
perspectivista, hacía una y otra vez vanamente su gesto definitivo. La doctrina
del punto de vista exige, en cambio, que dentro del sistema vaya articulada la
perspectiva vital de que ha emanado, permitiendo así su articulación con otros
sistemas futuros exóticos. la razón pura tiene que ser sustituida por una razón
vital, donde aquella se localice y adquiera movilidad y fuerza de
transformación.
Cuando hoy miramos la filosofía
del pasado, incluyendo la del último siglo, notamos en ella ciertos rasgos de
primitivismo. Empleo esta palabra en el estricto sentido que tiene cuando es
referida a los pintores del quattrocento.
¿Por qué llamamos a estos «primitivos»? ¿En qué consiste su primitivismo? En su
ingenuidad, en su candor –se dice–. Pero ¿cuál es la razón del candor y de la ingenuidad,
cuál su esencia? Sin duda, es el olvido de sí mismo. El pintor primitivo pinta
el mundo desde su punto de vista –bajo el imperio de ideas, valoraciones,
sentimientos que le son privados–; pero cree que lo pinta según él es. Por lo
mismo, olvida introducir en su obra su propia personalidad; nos ofrece aquella
como si se hubiera fabricado a sí misma, sin intervención de un sujeto determinado,
fijo en un lugar del espacio y en un instante del tiempo. Nosotros,
naturalmente, vemos en su cuadro el reflejo de su individualidad, y vemos, a la
par, que él no la veía, que se ignoraba a sí mismo y se creía una pupila anónima
abierta sobre el Universo. Esta ignorancia de sí mismo es la fuente encantadora
de la ingenuidad.
Mas la complacencia que el
candor nos proporciona incluye y supone la desestima del candoroso. Se trata de
un benévolo menosprecio. Gozamos del pintor primitivo, como gozamos del alma
infantil, precisamente porque nos sentimos superiores a ellos.
Nuestra visión del mundo es
mucho más amplia, más compleja, más llena de reservas, encrucijadas,
escotillones. Al movernos en nuestro ámbito vital sentimos este como algo
ilimitado, indomable, peligroso y difícil. En cambio, al asomarnos al universo
del niño o del pintor primitivo vemos que es un pequeño círculo, perfectamente
concluso y dominable, con un repertorio reducido de objetos y peripecias. La
vida imaginaria que llevamos durante el rato de esa contemplación nos parece un
juego fácil que momentáneamente nos liberta de nuestra grave y problemática
existencia. La gracia del candor es, pues, la delectación del fuerte en la flaqueza
del débil.
El atractivo que sobre nosotros
tienen las filosofías pretéritas es del mismo tipo. Su claro y sencillo
esquematismo, su ingenua ilusión de haber descubierto toda la verdad, la
seguridad con que se asientan en fórmulas que suponen inconmovibles nos dan la impresión
de un orbe con el uso, definido y definitivo, donde ya no hay problemas, donde
todo está ya resuelto. Nada más grato que pasear unas horas por mundos tan
claros y tan mansos. Pero cuando tornamos a nosotros mismos y volvemos a sentir
el Universo con nuestra propia sensibilidad, vemos que el mundo definido por
esas filosofías no era en verdad el mundo, sino el horizonte de sus autores. Lo
que ellos interpretaban como límite del Universo, tras el cual no había nada
más, era solo la línea curva con que su perspectiva cerraba su paisaje. Toda la
filosofía que quiera curarse de ese inveterado primitivismo, de esta pertinaz
utopía, necesita corregir ese error, evitando que lo que es blando y dilatable
horizonte se anquilose en mundo.
Ahora bien: la reducción o
conversión del mundo a horizonte no resta lo más mínimo de realidad a aquel;
simplemente lo refiere al sujeto viviente, cuyo mundo es, lo dota de una dimensión
vital, lo localiza en la corriente de la vida, que va de pueblo en pueblo, de
generación en generación, de individuo en individuo, apoderándose de la
realidad universal.
De esta manera, la peculiaridad
de cada ser, su diferencia universal, lejos de estorbarle para captar la
verdad, es precisamente el órgano por el cual puede ver la porción de realidad
que le corresponde. De este modo, aparece cada individuo, cada generación, cada
época como un aparato de conocimiento insustituible. La verdad integral solo se
obtiene articulando lo que el prójimo ve con lo que yo veo, y así
sucesivamente. Cada individuo es un punto de vista esencial. Yuxtaponiendo las
visiones parciales de todos se lograría tejer la verdad omnímoda y absoluta.
Ahora bien: esta suma de las perspectivas individuales, este conocimiento de lo
que todos y cada uno han visto y saben, esta omnisciencia, esta verdadera
«razón absoluta» es el sublime oficio que atribuimos a Dios. Dios es también un
punto de vista; pero no porque posea un mirador fuera del área humana que le
haga ver directamente la realidad universal, como si fuera un viejo
racionalista. Dios no es racionalista. Su punto de vista es el de cada uno de
nosotros; nuestra verdad parcial es también verdad para dios. ¡De tal modo es
verídica nuestra perspectiva y auténtica nuestra realidad! Solo que Dios, como
dice el catecismo, está en todas partes y por eso goza de todos los puntos de
vista y en su ilimitada vitalidad recoge y armoniza todos nuestros horizontes.
Dios es el símbolo del torrente vital, a través de cuyas infinitas retículas va
pasando poco a poco el Universo, que queda así impregnado de vida, consagrado,
es decir, visto, amado, odiado, sufrido y gozado.
Sostenía Malebranche que si
nosotros conocemos alguna verdad es porque vemos las cosas en Dios, desde el
punto de vista de Dios. Más verosímil me parece lo inverso: que Dios ve las
cosas a través de los hombres, que los hombres son los órganos visuales de la
divinidad.
Por eso conviene no defraudar la sublime necesidad de que nosotros
tiene e hincándonos bien en el lugar que nos hallamos, con una profunda
fidelidad a nuestro organismo, a lo que vitalmente somos, abrir bien los ojos
sobre el contorno y aceptar la faena que nos propone el destino: el tema de nuestro tiempo.